Mi último relato escrito, tras años de parcial sequía temporal y literaria. Es el resultado, la representación metafórica de uno de los asuntos que más me rondan la cabeza y que más admira el ser humano: la fortaleza de espíritu. Tras terminarlo, me percaté de que se parecía un poco a ''La metamorfosis'', y en el fondo viene a hablar de algo cercano... pero distinto a la par.
El cambio
En este caso que voy a narrar, no fue
fácil volverse fuerte.
Volverse un monstruo no es simplemente
un arranque de odio.
Volverse fuerte no es tan fácil como
un golpe de valor o coraje.
Implica un desagradable proceso, cuyo
motor es una necesidad. Y cuando asoma esa necesidad, es porque estás
destrozado, desgarrado, arrinconado, desesperado. Como queráis
llamarlo.
Al fin y al cabo, muchos no lo
entenderéis, y solo asociaréis significados estándares a
sentimientos tan subjetivos, tan propios que sólo existen en cada
corazón roto, imposibles de generalizar.
Ser fuerte tiene mérito, y
consecuencias. No es un regalo, si no uno de los posibles resultados
de un camino tortuoso; tampoco es un residuo del que te deshaces y al
que no vuelves a ver.
La fuerza, el poder, son como un
bumerán: vuelven, y vuelven en la dirección contraria a la que
despegaron.
En este caso que voy a narrar, no fue
fácil volverse fuerte.
La transformación no fue instantánea;
la masa no se creó de la nada; no fueron posibles los cambios sin
notoriedad. Fue real, como es, como debería ser. Fue serio, y cada
alteración tuvo un impulso y un efecto.
Lo primero fue el combustible.
Devoraba y consumía, y nunca se
apagaba el hambre, ni disfrutaba las horribles ingestas. Fue
acumulando esa masa en cantidades ingentes; armándose, sin saberlo,
de materia necesaria para su edificación posterior.
Entonces llegó el día en que los
engranajes se pusieron en marcha, y la mecha se prendió.
Siempre le había dolido la espalda,
pero ese dolor quedó reducido a un ensayo cuando otro mucho peor la
despertó ese día.
A pesar de que el epicentro eran los
omóplatos, abarcaba toda la caja torácica y la columna vertebral.
Cada respiración era un horror.
El dolor la saludó cada madrugada
durante un tiempo, hasta que un día la azotó.
Se arrastró, gritando, hasta el
espejo, y vio en su reflejo su rostro cruelmente fruncido por el
dolor. Y también vio dos jorobas del tamaño de sandías justo de
donde procedía su sufrimiento. La exasperación la invadió durante
unos minutos, en los que pensó cómo sería el siguiente periodo
aguantando aquello, y cómo sería la horrible evolución.
El acontecimiento posterior interrumpió
sus pensamientos y arregló, sarcásticamente, ese problema: los
bultos, lejos de permanecer así y dar otro paso después de un
tiempo, comenzaron a crecer de manera aterradora. Y de esta misma
forma, la carne y la piel se dieron por vencidas, y lloraron.
Lloraron cascadas de sangre mientras eran perforadas, mientras parían
dos monstruosas ramas óseas que crecían como aceleradas en el
espacio-tiempo, bifurcándose y alargándose hasta parecer el
esqueleto de una capa, posadas y retorcidas sobre el suelo
encharcado.
El dolor y el miedo parecieron hacer
más ruido que sus gritos, porque no los recordaba.
Ni si quiera se explica cómo consiguió
desplazarse y llegar a la cama, donde pasó mucho tiempo, sin poder
moverse.
Cuando pudo hacerlo mínimamente, se
limitó a limpiar las bestiales heridas, que se habían infectado sin
remedio. Que consiguiese curarlas fue una demostración de fortaleza
de la que no se percató, ocupada como estuvo en ser esclava del
horror y en cuidar la situación.
Durante el tiempo que tardó en
desinfectar las heridas, sus tercer par de extremidades se revistió
de músculo y piel, y siguió alimentándose con voracidad, para que
de las nuevas reservas se formasen la musculatura y huesos
necesarios para utilizar aquella nueva adquisición anatómica.
El día en que consiguió levantarse de
la cama, sólo lo hizo para volver a caer en el suelo, dado que el
peso de las alas la desequilibró por completo, aún teniéndolo en
cuenta. Sin embargo, pocos apoyos eran útiles con la adición súbita
de veinticuatro kilos al total de su cuerpo, doce por cada ala.
No gozó de un periodo de adaptación
como hubiese sido debido, ya que, cuando a penas aprendió a
encorvarse y extender hacia adelante los brazos lo suficiente como
para poder caminar angustiosamente, sus pies fueron los siguientes en
traicionarla.
En uno de estos intentos de andar, un
calambrazo de dolor la hizo caer, y se retorció mientras observaba,
esta vez ligeramente menos sorprendida que la anterior, cómo sus
metatarsos se estiraban hasta triplicar su longitud original,
haciendo que sus uñas se despegasen costosa y terriblemente de los
dedos y estos fuesen perforados por sus propias falanges hacia
adelante. Cuando ya no parecía que los metatarsianos fuesen a crecer
más, lo hicieron las descarnadas falanges, que se ensancharon hasta
que el dolor de la presión entre unas y otras fue inenarrable, y
formaron un gran óvalo partido en cinco.
Las horas, días, meses siguientes
compitieron en dificultad con los que habían pasado después del
nacimiento de las alas.
Las deformidades que antes habían sido
dedos de los pies, se envolvieron en una rígida y apestosa gelatina,
y supuraban y sangraban todo el tiempo, a pesar de sus cuidados
constantes.
Mientras duró aquel horror, su
carácter cambió, y cuando las blandas y rollizas larvas acudían
llamadas por el lamentable estado de sus pies, disfrutaba haciéndolas
reventar con ellos lentamente.
Sí, era un alivio cruel y maravilloso
el aplastar aquellos gusanos repugnantes y patéticos, destruir sus
esperanzas de alimento y supervivencia en unos segundos. Les concedía
este tiempo para despedirse de la vida en su agonía, para que
borrasen cualquier perspectiva antes de reducirlas a un amasijo
viscoso.
Ya no la invadía el miedo, sólo
sentía el necesario,y prefería llamarlo precaución, pues el odio
se había hecho con el resto de ella.
Nadie parecía tener soluciones,
palabras amables, empatía ni intención de ayudar, pero había algo
que sí tenía todo el mundo: reproches de lo que veían, como si no
fuese ya bastante evidente.
Una vez que la sustancia que envolvía
los dedos se endureció y afirmó, completó la forma antes insinuada
de dos pezuñas del tamaño de medio pomelo.
Tardó en habituarse a este nuevo
escollo para desplazarse, ya que se asemejaba a andar con tacones,
pero superándolos en molestia y desequilibrio Al menos, el peso
adquirido de las macizas pezuñas contrarrestaba algo la
inestabilidad. Eso sumado a las pesadas alas convertían sus paseos
en cómicos bailes.
Aprendió a reírse de la situación, y
esto sustituyó al odio en una pequeña porción. Ya no se pasaba el
día sumida en la rabia, pero sí eran esta y la alerta el esqueleto
de su actitud, y ese “buen humor” algo tenso y crítico, el
revestimiento de esa gestación interna, de la muerte de su
inocencia. De las cenizas de ésta surgió esa manera de enfrentar el
acoso de los pensamientos y los acontecimientos feroces: un nuevo
modo de supervivencia.
Pasó otro periodo de tiempo, en el que
se acomodó tanto a su nueva anatomía que no se explicaba cómo pudo
haber llevado su día a día antes de aquello. Los recuerdos de la
cotidianidad feliz y natural se borraron, y fueron sustituidos por
los del esfuerzo constante por no derrumbarse.
Como si todo hubiese sido así siempre
y no hubiera conocido las ventajas de la normalidad jamás.
Llevando como armadura las
consecuencias de su sufrimiento, creyó no necesitar nada más, e
intentó hacer de su falta de calor un arma . Mas después de una
época algo dubitativa, entendió que algo fallaba, pero no llegó a
percibir qué era. Ignoró entonces esa sensación, y prosiguió sus
días, dispuesta a pasar por un nuevo suplicio que la transformase.
Y éste llegó, pero estaba preparada.
Comenzó con fuertes dolores en el
cuello y la cabeza. Las vértebras cervicales se le endurecieron y
ensancharon, de la misma manera que los músculos que las cubrían.
Por encima de las orejas, el cráneo
empezó a desarrollar sus extensiones hacia adelante, revelando parte
de sí al a desprenderse la piel y el cabello por donde se abrieron
paso dos largos y curvos cuernos. Pensó lo lamentable de su aspecto
hasta que la carne y el cabello volviesen a poblar el estropicio, y
se retiró la sangre que corría por sus orejas, su cuello y su cara
y que empapaba el resto del pelo.
Cuando estas últimas úlceras se
cerraron y el pelo borró el rastro de su suceso, las vértebras
terminaron de prepararse para soportar el peso de los cuernos, que le
sirvió para compensar del todo el de las alas.
Pocas opciones le restaban ahora para
dormir de manera normal, pues las alas rara vez se le acomodaban para
dormir boca arriba, desplegadas: una chocaba con la pared y se
doblaba, y la otra quedaba medio colgando de la cama, tirando hacia
abajo, lo que por la mañana se convertía en calambres. Por otro
lado, los cuernos no ayudaban a dormir boca abajo o de lado. También
había noches en que ellos y el sueño no eran compatibles.
Una de las noches en que su fantástico
nuevo cuerpo no le permitió descansar, despertó con los ojos
irritados. Cuando llegó a ellos la luz, la desveló. La desveló
durante unos días de insoportable claridad. Cuando al fin recuperó
la vista, observó que sus iris eran blancos, y sus pupilas se
negaban a recoger más brillo del necesario, y desde entonces le
afectó mucho la luz en general, sobre todo la natural.
Se volvió una adepta de la noche y lo
llevó como estandarte, mas en secreto se lamentaba con envidia de
que el día no la amparase.
Ahora que el día la repudiaba, (o ella
a él, no se sabe) buscó abrigo sólo en la negrura, en la más
honda, con atisbos de dolor por ello, pero luchando a cada instante
por no aceptarlo.
Sin saber qué hacer hasta nuevo aviso,
decidió jugar bien las cartas que la vida le había dado en aquel
momento, y supo que era aterradoramente atrayente, y que eso no le
serviría en absluto realmente. Que nadie podría apreciar nada, para
bien ni para mal, debajo de aquella criatura en que se había
convertido.
Pero tarde o temprano, el día volvería
a darle permiso para deambular por sus senderos, y retiraría ese
destierro temporal, claro está, con ciertos efectos. La repentina
luz, insoportable tras ese largo período en las tinieblas, le borró
el color del cabello, y le devolvió algo de oscuridad a sus ojos
para que aguantasen la nueva era de variable brillo que se abría
ante ella.
Relajó las alas todo lo que pudo desde
ese día, y las mantuvo plegadas.
Se esforzó en volver a una normalidad
ínfima en su nuevo estado, pero las cicatrices de ese lapso temporal
de pesadilla siguieron latiendo, con más o menos insistencia, según
sus sentimientos.
Ella era algo exótico y hermoso, era
un compendio de experiencias extrañas y malos recuerdos.
Era un grito que se ahogaba a sí
mismo, clamando por que le arrebatasen la fuerza, y con ella todo el
horror que la había generado. Quería no poder describirse fuerte,
ya que significaría que nada había perturbado su amor por la vida,
astillando muchos conceptos que en otra época tuvo claros.
Y ahora bien. ¿Qué gloria hubo en esa
obtención de poder? Fue un proceso horrendo, lleno de amargura.
Vamos, os desafío a contestar, pero tengo que poneros algunas
condiciones: no se aceptan tópicos, idealismos ni sandeces
alucinatorias.
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